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29/12/2017 al 28/01/2018

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LA GENEROSIDAD

 Los artistas de éxito no suelen ser los seres más generosos con sus colegas y sus contemporáneos. Tampoco quienes practiquen con más asiduidad el compañerismo. El divismo suele asaltar a quienes, dotados de cualidades singulares, reciben el favor de un público que les acompaña con el aplauso en los teatros, las salas de concierto o las galerías de arte.

 La historia está llena de ejemplos. Picasso y Dalí nos ofrecen el testimonio más cercano de esas personalidades coronadas por el genio pero condenadas al egoísmo. Sin pensar tampoco que estos fueron productos del comercialismo contemporáneo, porque si nos vamos al Renacimiento nos vamos a encontrar con Tiziano, el eterno maestro veneciano de todos los tiempos, que no escatimó maniobras para que su arte fuera no solo riqueza personal sino testimonio de su ambición por el oropel. Podríamos mirar hacia cualquier época y se nutrirán los ejemplos de esa convivencia entre el talento y el egoísmo, como los de Cézanne y Gauguin, pilares de todo el arte contemporáneo, constructores de inesperados caminos, con unas vidas dominadas por el personalismo y el rechazo a la oferta de la amistad.

  Partimos desde esta mirada para aproximarnos a la excepcionalidad de Pablo Atchugarry, un gran artista que, en el momento de mayor plenitud de su arte, de mayor reconocimiento internacional, construyó una Fundación no solo abierta al público sino a sus colegas, con cuyas esculturas ha poblado un vasto espacio rural en el paisaje amable de las serranías fernandinas. Desde hace diez años, allí la alegría creadora desborda amablemente, contagiada por esa sencilla humanidad propia de la personalidad del fundador. Está el taller, con la sugestión de esas piedras que van cobrando vida, de esos materiales inertes que se transfiguran y fascinan; el anfiteatro, escenario de conciertos; el auditorio, poblado de voces y sonidos; las salas de exposición, donde las obras del dueño de casa alternan con las de artistas, en ocasiones ya consagrados, las más de las veces jóvenes, a quienes alienta y promueve y , por supuesto, el parque de esculturas que se despliega en 25 hectáreas entre lagos y sugestivas lomas.

 La Fundación es, más allá de toda otra consideración, una obra de generosidad. La misma con la que recordamos a Pablo, allá por 1996, en el parque del Edificio Libertad, trepado a una escalera, terminando su “Semilla de Esperanza”, vibrante mármol de Carrara con el que enriqueció ese muestrario ejemplar de la escultura uruguaya moderna. Fue un privilegio de la vida poder mirar, desde el despacho de la presidencia, a ese gigantón que trabajaba con la sencillez de un obrero y transportaba nuestra imaginación al Miguel Ángel del Moisés, al que quería hacer hablar. Es el mismo que deslumbra en las ferias internacionales o exhibe su obra en el Foro Romano y retorna, cada verano, a seguir insuflándole vida a ese lugar en que nos reconciliamos con la humanidad.

 Este libro Pablo lo dedica a su hermano Alejandro, un santo cívico, que fue nuestro Ministro de Economía en el peor momento de la crisis del 2002 y que, con su bonhomía, su espíritu de sacrificio y su ilimitada capacidad de diálogo, mantuvo la serenidad institucional que permitió superar el trance.

 En medio de tantas desgracias en el mundo, del aluvión de noticias descorazonadoras que nos hablan de un tiempo histórico en que el deslumbramiento científico, impulso de una revolución en la vida, convive con las expresiones más oscuras del odio, la intolerancia o la violencia, nos hallamos de pronto en ese templo de la serenidad en que arte y naturaleza conjugan su mismo verbo alejándonos de las ambiciones y las pasiones fratricidas para hacernos sentir, como en el poema rubeniano, que “aún guarda la esperanza la caja de Pandora”…

 

JULIO MARÍA SANGUINETTI

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